lunes, julio 02, 2007

Los silencios de la fotografía


Los silencios de un gran arte
Por Tomás Eloy Martínez
Para LA NACION
Sábado 30 de junio de 2007 | Publicado en la Edición impresa

Quién observa los retratos de Nadar, el París nocturno desenmascarado por
Brassaï, el lenguaje secreto de México traducido por Manuel Alvarez Bravo,
los gitanos de Josef Koudelka o las oscuridades de la realidad exploradas
por Diane Arbus advierte, no sin melancolía, que con el lento eclipse de las
fotos en blanco y negro está extinguiéndose un arte narrativo único que
nació en la segunda mitad del siglo XIX y alcanzó su esplendor a mediados
del XX. Un arte breve y, sin embargo, tan elocuente como el cine y las
novelas.

Al principio, se lo prohibió por blasfemo. Ante las primeras imágenes
registradas por Jacques Daguerre en 1838, el clero alemán protestó: "El
hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios y esa imagen no puede ser
fijada por ninguna máquina que haya concebido el hombre". Después, se supuso
que reproducir la realidad tal cual era carecía de valor y la fotografía fue
considerada una mera ilustración de la palabra cuando en verdad la
enriquecía, al proponer otra manera de narrar el mundo.

Hace pocos meses, una fundación mexicana distribuyó un volumen sobre la
evolución de las artes fotográficas, desde Daguerre, Nadar y Alfred
Stieglitz hasta Robert Capa, Cartier-Bresson y Anne Leibovitz. Son fotos que
se pueden ver en cualquier lado, pero que, puestas así, en alineación
histórica, inducen a pensar que esas imágenes recortadas de la realidad
ocultan también la realidad que está alrededor y que se queda afuera. Tal
vez la mayor belleza de una foto esté en lo que se niega a decir. Por
empezar, la foto omite la presencia del fotógrafo, que se sitúa siempre, o
casi siempre, fuera del cuadro, como un cazador a la espera de su presa. El
objeto de la caza no son las figuras incluidas en la foto ni tampoco lo que
hay más allá de ellas, sino nosotros, ahora. El objeto de la caza somos las
personas que miramos, sin saber desde qué lugar de la realidad el fotógrafo
está apuntándonos, desde cuál punto exacto del pasado.

La foto ha suspendido el tiempo, pero nosotros somos el tiempo. Ha creado
una historia, pero nosotros somos, de algún modo, esa historia. Al apretar
el obturador, el fotógrafo cree haber visto algo que merece ser inmovilizado
en un pequeño fragmento de eternidad. Lo que él ve, sin embargo, no es
siempre lo que se ve. Entre el movimiento de su índice y el pestañeo del
diafragma se oye, durante una fracción de segundo, la respiración del azar.
Sin el azar, la foto no sería lo que es. Los mejores fotógrafos son los que
aprenden a domesticar ese azar, adivinando lo que va a suceder dentro del
cuadro en el relámpago que media entre la presión de su dedo y el ojo de la
cámara que se abre.

Entre la marea de fotos que vi en el bello libro de la fundación
mexicana -de difusión privada, por desdicha-, me llamó la atención la imagen
de un gitano esposado tomada por el checo-francés Josef Koudelka en 1963.
Hay pocas figuras, pero lo que revelan es casi una novela. El pueblo que
aparece en la foto es difícil de encontrar en los mapas. Se llama Jarabina,
Hrabina, Hrbinek. Hace cuarenta años era un aldea de ochocientos habitantes,
quizá menos. El gitano al que se están llevando preso mira la cámara con un
terror contagioso. Tiene la boca entreabierta, como si no pudiera respirar.
Y por el gesto desentendido de los policías que lo vigilan a veinte pasos,
se supone que para ellos la tarea ha terminado.

Hay uno al que ni siquiera le importa lo que está pasando: se lo ve casi de
espaldas, contemplando un granero vacío. Algunas casas se dibujan apenas en
el fondo, entre los declives de lo que podría ser un río. Al otro lado de la
aldea, medio centenar de curiosos acecha ante lo que va a suceder. Los que
han entrado en la escena son, se supone, miembros de varias familias,
vecinos. Entre ellos hay una decena de niños. Los abrigos de la gente y las
huellas húmedas que han quedado sobre la tierra -camiones, carros, unas
pocas pisadas- permiten imaginar la estación: es el otoño, y hace poco ha
llovido.

Josef Koudelka, el fotógrafo, ha situado sus ojos en el mismo punto donde
están nuestros ojos. Tenía entonces veinticinco años y, aunque llevaba meses
detrás de los carromatos de los gitanos, debió de sentir tanto miedo como el
hombre que estaba delante de él, con las manos esposadas, al que estaban por
juzgar, quizás ese mismo día, por asesinato. Lo que Koudelka sagazmente
oculta es el sitio donde están los jueces: el campamento de gitanos del que
ha huido el criminal. No es difícil imaginarlos: los jefes de la tribu
esperan de pie junto a los carromatos. Algunas mujeres se afanan en los
calderos. Las otras, las solteras, cuidan a los niños.

El crimen que ha cometido el hombre en primer plano -la foto de Koudelka
deja en claro que estamos ante un culpable- no es una violación o un robo.
Si lo fuera, la tribu misma, en vez de acudir a la policía, habría arreglado
las cosas, forzando al acusado a pagar la dote de la novia ultrajada o a
trabajar como esclavo para devolver lo que usurpó. No. Su expresión es la de
un asesino. Tal vez ha matado por pasión, por celos, por venganza. Las ropas
que lleva, impecables, demuestran que ha tenido tiempo de cambiarse antes de
la fuga. Su pelo revuelto es señal de que, sin embargo, lo sorprendieron sin
que pudiera mirarse al espejo. No se ha arrastrado entre los arbustos al
escapar, porque no hay barro en su ropa. Es posible que lo hayan detenido
antes de que alcanzara la carretera mayor, la que iba hacia Bratislava.

No lo espera la muerte, sino algo peor: el silencio, el desprecio, el
extrañamiento, algún ritual de maldición. El terror que siente es terror a
un daño más allá de toda medida: un daño de otro mundo. Kouldelka actúa como
un mediador silencioso entre el asesino, los curiosos del fondo y los jueces
que están a su espalda. Seguirá con ellos hasta 1968, cuando reúna todas sus
imágenes de gitanos y las exponga en una galería de Praga, en vísperas de la
invasión soviética, durante la breve primavera de Alexander Dubcek.

Cuando se tomó la fotografía que acabo de empobrecer con mi relato, las
imágenes eran consecuencia del duelo que se libraba, durante un instante
infinitesimal, entre el azar y el arte del fotógrafo. Las cámaras, ahora, al
disparar decenas de cuadros por segundo, limitan cada vez más la influencia
del azar. En vez de mirar lo que está fuera del cuadro, entonces, lo que
conviene adivinar o intuir es el ínfimo espacio de oscuridad que va de una
escena a otra, el vacío que no pueden registrar el azar ni el fotógrafo.

Imaginemos por un momento qué veríamos en ese intersticio de tiempo si la
foto de 1963 se hubiera tomado ahora, a mediados de 2007. No veríamos
imágenes, puesto que todos los espacios estarían cubiertos por la velocidad
mecánica de las tomas, sino algo mucho más inasible. Veríamos, quizá,
sentimientos: el terror del criminal ante un destino que sólo él vislumbra,
y la indiferencia de todos los que están atrás. Más que ningún otro arte, la
fotografía expresa los infortunios y felicidades de toda la especie humana a
través de lo que vive un solo individuo, en un instante que significa la
eternidad.


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