sábado, julio 21, 2007

Fontanarrosa Canalla !!


LOS NOMBRES

Porque también la cosa está en los nombres, en cómo suenen, en las palabras, pero más, más en los nombres porque se puede estar transmitiendo agarrado al micrófono con las dos manos, casi pegado el fierro a la boca, y la camisa abierta, transpirada y abierta, los auriculares ciñendo las orejas y las sienes como un dolor de cabeza y ahí valen los nombres, tienen que venir de abajo, carraspeados, desde el fondo mismo del esternón, tienen que llegar como un jadeo, lastimarte, tienen que ser llenos, digamos macizos, nutridos, eso, nutridos. Tienen que llenar la boca, atragantarla, que se los pueda masticar, escupir, como pueda ser digamos Marrapodi , viejo, Marrapodi, ¡ volóoo Marrapodi y echó al córner!, Marrapodi llena la garganta, sube, se puede arrastrar, no queda encía, muela, paladar sin Marrapodi, para deletrear casi con asco, con afonía. No. Marrapodi además volaba y se quedaba colgado en el aire con la pelota suya como un dirigible, remata, ¡vuela Marrapodi y atrapa! Roque Marrapodi, para colmo, nombre para reventarse las venas del cuello y que lloren los ojos por un solazo bárbaro de domingo a la tarde, lleno de gente porque entra Borello o quien sea y ¡tiraaa! y allá sale disparado Marra como un lanzazo, la boca abierta, más abierta, los ojos casi en blanco, el pelo exagerado en el aire, un pie aquí, el otro allá, un manchón verde, uno gris, ese golpe en la punta de los dedos como quien puede manotear un pájaro, una gaviota, caer hecho un manojo en el aire, los bigotes misturados de césped, el olor, relojear por bajo el brazo y la ingle dónde fue a parar esa bola y gritar sintiendo la garganta afiebrada de flema volóooo Marrapodi, medio arrastrando entre los dientes y la lengua la doble erre porque ya el flaco con el fulbo bajo el brazo va a buscar la gorra que quedó en el otro palo. O quizás Carrizo, pero menos, no tiene tanta fuerza decir Carrizo, tal vez en la zeta está ese olor a naranja, a cigarrillo, pero por ejemplo Camaratta, otro, Camaratta, vamos viejo, Camaratta viene el centrooo... y son tenazas las manos de Camaratta, ¡dos garfios Camaratta!, cómo no va a tener tenazas Camaratta aunque no se debía tirar, a Camaratta le debían reventar pelotazos en el pecho desde medio metro y el ruido se debía escuchar hasta en la otra cuadra y viene el rebote, entró Pontoni, tiróoo, sacó Camaratta, de nuevo un balinazo en el tórax inmenso de Camaratta con el pelo mojado sobre la frente y una lluvia de sudor desprendida de su nariz y el sudor en los ojos, ¡cómo le debía picar! y se quedaría tirado tras el tercer rebote en el suelo como un cachalote con la media derecha caída , sangrante y terrosa la rodilla, porque Camaratta siempre debía jugar en cancha de Atlanta donde es pura tierra y cada entrevero era una polvareda tremenda, donde catorce hinchas se morían de calor y odio y miles pero miles de argentinos escuchaban succionados por la radio la voz porteña del balompié, pasión de multitudes, ¡Ca-ma-ra-tta!, salvó su arco de segura caída, Camaratta carajo, no Blazina por ejemplo porque Blazina es como decir felino o colina, algo plástico, estético, mirko volaba en treintaitrés revoluciones, ahora un brazo, después el otro, flexionar la rodilla, una gambeta blanca blanca pero todo en cámara lenta, muda, como un vacío que se hubiera chupado el rugido de la tribuna, sólo Blazina planeando, en blanco y negro para colmo, que eso no es para hinchas, es para artes visuales. No, no se puede transmitir sin esos nombres, ojalá estuviera Marrapodi, o Camaratta , o Macarrata, o Camarrodi, Macarrata, ¡se tiiira Macarratta! ¡Voló!, el micrófono hecho un puñal, un puñetazo sudoroso, ¿cómo puede haber un arquero García por ejemplo, García, qué se va a decir?, volóoo garcía, si queda en la boca esa sensación desierta y adormecida de cuando uno come pastillas de menta, volóoo García, qué mierda va a volar ese boludo. Que se quede parado para eso.

Roberto Fontanarrosa

domingo, julio 15, 2007

Nieve en Buenos Aires

El 9 de julio insólitamente nevó en La ciudad de Buenos Aires y sus alrededores.....

Instalaciones del Club Atlanta en Villa Madero cubiertas por la nieve.
Club del personal del Banco Central en Tapiales bajo una intensa nevada...
En Ezeiza, la plaza frente al hospital en Barrio Uno a mediamañana del dia 10/07 todavía aparece con nieve...

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domingo, julio 08, 2007

Un banco en el botánico



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lunes, julio 02, 2007

Los silencios de la fotografía


Los silencios de un gran arte
Por Tomás Eloy Martínez
Para LA NACION
Sábado 30 de junio de 2007 | Publicado en la Edición impresa

Quién observa los retratos de Nadar, el París nocturno desenmascarado por
Brassaï, el lenguaje secreto de México traducido por Manuel Alvarez Bravo,
los gitanos de Josef Koudelka o las oscuridades de la realidad exploradas
por Diane Arbus advierte, no sin melancolía, que con el lento eclipse de las
fotos en blanco y negro está extinguiéndose un arte narrativo único que
nació en la segunda mitad del siglo XIX y alcanzó su esplendor a mediados
del XX. Un arte breve y, sin embargo, tan elocuente como el cine y las
novelas.

Al principio, se lo prohibió por blasfemo. Ante las primeras imágenes
registradas por Jacques Daguerre en 1838, el clero alemán protestó: "El
hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios y esa imagen no puede ser
fijada por ninguna máquina que haya concebido el hombre". Después, se supuso
que reproducir la realidad tal cual era carecía de valor y la fotografía fue
considerada una mera ilustración de la palabra cuando en verdad la
enriquecía, al proponer otra manera de narrar el mundo.

Hace pocos meses, una fundación mexicana distribuyó un volumen sobre la
evolución de las artes fotográficas, desde Daguerre, Nadar y Alfred
Stieglitz hasta Robert Capa, Cartier-Bresson y Anne Leibovitz. Son fotos que
se pueden ver en cualquier lado, pero que, puestas así, en alineación
histórica, inducen a pensar que esas imágenes recortadas de la realidad
ocultan también la realidad que está alrededor y que se queda afuera. Tal
vez la mayor belleza de una foto esté en lo que se niega a decir. Por
empezar, la foto omite la presencia del fotógrafo, que se sitúa siempre, o
casi siempre, fuera del cuadro, como un cazador a la espera de su presa. El
objeto de la caza no son las figuras incluidas en la foto ni tampoco lo que
hay más allá de ellas, sino nosotros, ahora. El objeto de la caza somos las
personas que miramos, sin saber desde qué lugar de la realidad el fotógrafo
está apuntándonos, desde cuál punto exacto del pasado.

La foto ha suspendido el tiempo, pero nosotros somos el tiempo. Ha creado
una historia, pero nosotros somos, de algún modo, esa historia. Al apretar
el obturador, el fotógrafo cree haber visto algo que merece ser inmovilizado
en un pequeño fragmento de eternidad. Lo que él ve, sin embargo, no es
siempre lo que se ve. Entre el movimiento de su índice y el pestañeo del
diafragma se oye, durante una fracción de segundo, la respiración del azar.
Sin el azar, la foto no sería lo que es. Los mejores fotógrafos son los que
aprenden a domesticar ese azar, adivinando lo que va a suceder dentro del
cuadro en el relámpago que media entre la presión de su dedo y el ojo de la
cámara que se abre.

Entre la marea de fotos que vi en el bello libro de la fundación
mexicana -de difusión privada, por desdicha-, me llamó la atención la imagen
de un gitano esposado tomada por el checo-francés Josef Koudelka en 1963.
Hay pocas figuras, pero lo que revelan es casi una novela. El pueblo que
aparece en la foto es difícil de encontrar en los mapas. Se llama Jarabina,
Hrabina, Hrbinek. Hace cuarenta años era un aldea de ochocientos habitantes,
quizá menos. El gitano al que se están llevando preso mira la cámara con un
terror contagioso. Tiene la boca entreabierta, como si no pudiera respirar.
Y por el gesto desentendido de los policías que lo vigilan a veinte pasos,
se supone que para ellos la tarea ha terminado.

Hay uno al que ni siquiera le importa lo que está pasando: se lo ve casi de
espaldas, contemplando un granero vacío. Algunas casas se dibujan apenas en
el fondo, entre los declives de lo que podría ser un río. Al otro lado de la
aldea, medio centenar de curiosos acecha ante lo que va a suceder. Los que
han entrado en la escena son, se supone, miembros de varias familias,
vecinos. Entre ellos hay una decena de niños. Los abrigos de la gente y las
huellas húmedas que han quedado sobre la tierra -camiones, carros, unas
pocas pisadas- permiten imaginar la estación: es el otoño, y hace poco ha
llovido.

Josef Koudelka, el fotógrafo, ha situado sus ojos en el mismo punto donde
están nuestros ojos. Tenía entonces veinticinco años y, aunque llevaba meses
detrás de los carromatos de los gitanos, debió de sentir tanto miedo como el
hombre que estaba delante de él, con las manos esposadas, al que estaban por
juzgar, quizás ese mismo día, por asesinato. Lo que Koudelka sagazmente
oculta es el sitio donde están los jueces: el campamento de gitanos del que
ha huido el criminal. No es difícil imaginarlos: los jefes de la tribu
esperan de pie junto a los carromatos. Algunas mujeres se afanan en los
calderos. Las otras, las solteras, cuidan a los niños.

El crimen que ha cometido el hombre en primer plano -la foto de Koudelka
deja en claro que estamos ante un culpable- no es una violación o un robo.
Si lo fuera, la tribu misma, en vez de acudir a la policía, habría arreglado
las cosas, forzando al acusado a pagar la dote de la novia ultrajada o a
trabajar como esclavo para devolver lo que usurpó. No. Su expresión es la de
un asesino. Tal vez ha matado por pasión, por celos, por venganza. Las ropas
que lleva, impecables, demuestran que ha tenido tiempo de cambiarse antes de
la fuga. Su pelo revuelto es señal de que, sin embargo, lo sorprendieron sin
que pudiera mirarse al espejo. No se ha arrastrado entre los arbustos al
escapar, porque no hay barro en su ropa. Es posible que lo hayan detenido
antes de que alcanzara la carretera mayor, la que iba hacia Bratislava.

No lo espera la muerte, sino algo peor: el silencio, el desprecio, el
extrañamiento, algún ritual de maldición. El terror que siente es terror a
un daño más allá de toda medida: un daño de otro mundo. Kouldelka actúa como
un mediador silencioso entre el asesino, los curiosos del fondo y los jueces
que están a su espalda. Seguirá con ellos hasta 1968, cuando reúna todas sus
imágenes de gitanos y las exponga en una galería de Praga, en vísperas de la
invasión soviética, durante la breve primavera de Alexander Dubcek.

Cuando se tomó la fotografía que acabo de empobrecer con mi relato, las
imágenes eran consecuencia del duelo que se libraba, durante un instante
infinitesimal, entre el azar y el arte del fotógrafo. Las cámaras, ahora, al
disparar decenas de cuadros por segundo, limitan cada vez más la influencia
del azar. En vez de mirar lo que está fuera del cuadro, entonces, lo que
conviene adivinar o intuir es el ínfimo espacio de oscuridad que va de una
escena a otra, el vacío que no pueden registrar el azar ni el fotógrafo.

Imaginemos por un momento qué veríamos en ese intersticio de tiempo si la
foto de 1963 se hubiera tomado ahora, a mediados de 2007. No veríamos
imágenes, puesto que todos los espacios estarían cubiertos por la velocidad
mecánica de las tomas, sino algo mucho más inasible. Veríamos, quizá,
sentimientos: el terror del criminal ante un destino que sólo él vislumbra,
y la indiferencia de todos los que están atrás. Más que ningún otro arte, la
fotografía expresa los infortunios y felicidades de toda la especie humana a
través de lo que vive un solo individuo, en un instante que significa la
eternidad.


Viaje a las tinieblas de Diane Arbus


Tomás Eloy Martínez


Diane Arbus pasó la vida –su breve vida– abriendo con ferocidad las puertas de la luz para saber qué había del otro lado, pero en su inmensa obra sólo hay reflejos de la oscuridad. Si las artes fueran equivalentes, Arbus sería el Franz Kafka de la fotografía, perdida en los mismos laberintos y asomada a iguales abismos.

Había cientos de personas en el Metropolitan Museum de Nueva York las dos veces que fui a visitar la exposición completa de sus trabajos. Todas expresaban incredulidad, curiosidad, escándalo, devoción; jamás indiferencia. Con Diane Arbus eso no es posible. Quien se detenga ante una de sus fotos, sentirá que algo se le quema por dentro.

El tema de sus últimos años eran las personas excéntricas o “singulares”, como las llamaba. Hasta cuando alguna gran revista le encomendaba un tema, lo importante para ella era el sujeto que le pondrían por delante: la extrañeza, la diferencia, el ínfimo temblor de realidad que apartaba a ese personaje de todos los otros.

Cuando la excentricidad es física, cualquiera advierte con facilidad esos atributos. Son famosos los gemelos tristísimos de Arbus, los gigantes encorvados bajo el techo de la casa de sus padres, los travestis patéticos, los nudistas orgullosos de sus cuerpos desvencijados, los tragasables, los obesos, los disminuidos mentales en sus clubes de vacaciones. Lo que está fuera de lugar es menos fácil de descubrir si ya todos conocen la imagen del sujeto reflejado.

Es en esos casos cuando Arbus tiene sus mejores combates contra la luz y sus encuentros más terribles con la oscuridad. Le sucede con las fotografías de Norman Mailer, de Jorge Luis Borges, de Marcello Mastroianni y de ella misma. Son imágenes que no se parecen a ninguna otra.

Ni en las fotos felices de la infancia o de la luna de miel, Diane Arbus sonríe. Su cara está siempre desolada, sombría, perturbada por un sufrimiento recóndito. Su biografía, salvo en los días finales, no explica por qué. Parecía que lo tenía todo. Pero algo le faltaba, y ese algo debía de ser intolerable.

Diane nació en marzo de 1923. Era la segunda hija de un matrimonio judío de clase alta. Su padre tenía un negocio de ropa elegante para mujeres en la esquina sudoeste de la Quinta Avenida y la calle 36, de espaldas al Empire State Building, y durante la infancia viajó a bordo del Aquitania, paseó por Francia y por Italia, y se educó en las mejores escuelas de Manhattan.

Se llamaba entonces Diane Nemerov. Poco antes de los quince años conoció a Allan Arbus, que estaba empleado en la oficina de publicidad del negocio de su padre, y en 1941 se casó con él, enamorada. El marido, que la conoció como nadie, le regaló no un anillo, sino una cámara Graflex. Desde entonces Diane vivió una vida sin sombras, pero las fotos no la muestran así. Sus imágenes son siempre las de una chica desamparada y melancólica, en busca de algo que está en ninguna parte.

La placenta de prosperidad que había a su alrededor la mantuvo, sin embargo, viva hasta fines de julio de 1971. Durante parte de ese verano había estado dando clases en Amherst, Massachussetts, y a mediados de julio se encontró súbitamente sola en su casa del Upper West Side.

Vivía separada de Allan Arbus desde una década atrás, pero seguían siendo amigos cercanos. Allan no estaba en Manhattan, sino en Santa Fe, Nuevo México, filmando una película con Robert Downey. Los dos hijos que tuvo con él, Doon y Amy, trabajaban en otra parte. Su mejor amiga, Carlotta Marshall –la última en verla–, dijo que Diane pasaba entonces por otra depresión, oscilando entre la excitación y el abatimiento.

El 28 de julio, o quizás el día anterior, se intoxicó de barbitúricos y al mismo tiempo se cortó las venas de las muñecas. El minucioso informe del forense indica que pesaba 45 kilos y que medía un metro setenta centímetros.

Una de sus últimas cartas dice: “Lo peor es que estoy literalmente aterrada de deprimirme. A veces me falta confianza hasta para cruzar la calle”. Sus últimas fotos, sin embargo, exhalan –como todas las que hizo– una energía descomunal: la de alguien que está contemplando una realidad invisible para el resto de los mortales.

Su fotografía de Borges, por ejemplo. En marzo de 1969, la revista Harper’s Bazaar le había encomendado un retrato con fondo neutro, de frente, quizás entre árboles. Diane lleva al escritor a Central Park y le pide que se relaje, mientras ella fuma incansablemente. Los robles y castaños de alrededor conservan la desnudez del invierno y, aunque aún no eran las cuatro de la tarde, no hay paseantes por los alrededores. El saco de Borges tiene las espaldas demasiado anchas para su talle y la corbata, torcida, está mal hecha. El viento lo despeina y sus manos aferran el bastón de siempre, exhibiendo el anillo matrimonial que era la seña de su desdicha. La iconografía de Borges es infinita: Diane Arbus, sin embargo, lo ve como nadie más, con los ojos muy abiertos, rebosantes de inteligencia, y los labios apagados por la amargura.

También el retrato de Norman Mailer, tomado en su casa de Brooklyn a comienzos de 1963, lo muestra tal como era entonces: seguro de sí, orgulloso de una virilidad que Diane transforma en el eje de su composición, el blanco obligatorio de cualquier mirada. Los campeones de lucha libre, James Brown con ruleros, un obispo mujer a orillas del mar, una ex reina de belleza en su patética vejez son, para quien los mira con descuido, ejercicios llenos de luz. Y es verdad: hay luz en todas partes. La oscuridad surge de los personajes retratados, de un adentro que sólo Diane puede ver.

Toda foto es un vacío de la realidad. Lo que se ve es sólo un residuo parcial de lo que pasa. La belleza está en lo que la foto deja fuera, en lo que insinúa. Es decir, en lo que imaginan aquellos que están mirando. La foto suspende el tiempo, pero nosotros somos el tiempo. Crea una historia, pero nosotros somos, de algún modo, esa historia.

Diane Arbus tenía la prodigiosa habilidad de despertar todas las imaginaciones del espectador a la vez. Brassaï, el maestro húngaro al que ella tanto admiraba, o Richard Avedon, que fue su amigo cercano y su confidente, dirigen la mirada, componen la fotografía de tal manera que en los alrededores del cuadro no hay otra cosa que la realidad descarnada, ya se trate –en el primero– de los prostíbulos sórdidos de París o de la bruma que se levanta, distante, a orillas del Sena, o, en el segundo, de los ayudantes que van de un lado a otro, perfeccionando la apariencia de los felices personajes retratados.

En Arbus, lo que se ve es siempre imprevisible, porque lo que está en la foto es lo que está, a la vez, en las pesadillas del que las mira. Tienen la fascinación de lo prohibido. Por eso había tanta gente hipnotizada durante la exposición en el Metropolitan Museum, demorándose a veces media hora ante una sola imagen.

Más –o quizá mejor– que ningún otro fotógrafo, Diane Arbus expresa los infortunios de toda la especie humana a través de un solo individuo, en un instante que representa la eternidad. De pocas artes se puede decir tanto, y quizá no hay otro lenguaje que diga tanto con tan poco.

Por Tomás Eloy Martínez
Para LA NACION